RESEÑA DE LIBRO, por Xavier Torró Biosca, psicólogo colegiado
“CULTURAS DE LA EMPATÍA”. Autor: FRITZ BREITHAUPT ( Ed. KATZ. Madrid, 2011)
El libro parte de una escena primaria donde el autor nos narra una historia ocurrida cuando era estudiante: en el departamento en el que trabajaba había un ratón al que no lograba atrapar. Una mañana lo encontró revolviéndose, sin poder salir, en una pileta que disponía de trituradora eléctrica de basura. Tras un cruce de miradas con el ratón, abrió el grifo y el animal fue arrastrado por el desagüe a la trituradora. Entonces apretó el botón. Esta historia resulta significativa por el cambio de actitud del observador al principio de la escena y al final. El odio ancestral del humano hacia el ratón, presente al principio de la escena, se trasmuta en simpatía tras imaginar al pobre ratón triturado por el dispositivo electrónico. Esto nos hace pensar en mecanismos de activación y desactivación de la empatía así como en el peculiar funcionamiento de la empatía misma. Fritz Breithaupt en su libro “Culturas de la empatía” replantea el concepto de empatía desde las ciencias cognitivas y la teoría de la cultura. Habitualmente se entiende la empatía como una escena de dos en la que uno de los participantes es capaz de ponerse en la piel del otro, pese a que no lo conozca o se trate de un personaje de ficción. Nuestro autor considera que los seres humanos poseemos una disposición innata a la empatía que se pone en funcionamiento mediante dos procedimientos. El primero supone una escena a tres –en lugar de una escena a dos- donde alguien observa un conflicto y tiende a tomar partido por una de las partes. El segundo procedimiento consiste en una narración de historias mediante las cuales un observador busca ver el mundo con los ojos del otro y de esta forma comprender.
La capacidad de la empatía proviene del “supuesto” de que sentimos de manera similar al otro. Sin embargo, si aceptamos la crítica de Nagel, cada persona se ha constituido con un repertorio de experiencias distinto, lo que hace imposible sentir el mundo como lo siente o lo imagina otro. Sin embargo, seguimos creyendo que la empatía se produce.
La empatía, pues, provendría de la “idea” de un observador que entiende a otro de una forma emocional o cognitiva. De esta forma, muchas personas son capaces de imaginar mundos inaccesibles para ellos, como pueden ser los sentimientos de un perro. Esta facilidad que tenemos para generar empatía ha de disponer de un mecanismo que la canalice y la regule. Breithaupt lo encuentra en su contraparte, es decir, en el mecanismo productor de no similitud.
En los últimos años con las investigaciones de Giacomo Rizzalotti y su equipo sobre las “neuronas espejo” se ha abierto una fecunda explicación neurológica sobre la empatía. En determinados casos, cuando un individuo observa una acción ejecutada por otro se produce una actividad cerebral similar a la de ese otro. Esto supondría la existencia de una base neurológica de la empatía. Para que se dé esta activación ha de ser prerreflexiva y, además, el observador tiene que estar en condiciones de anticipar lo que va a suceder. No obstante, la aptitud para la activación de las neuronas espejo es variable y no están claros los mecanismos por los cuales se ponen en funcionamiento o se desactivan, o incluso están ausentes en determinadas personas. Marco Iacoboni habla de la “superneuronas espejo” que tendrían la función de manejar a las otras neuronas espejo activándolas, desactivándolas o atemperándolas.
La clave para entender el funcionamiento de la empatía la encuentra el autor en sus orígenes. Fue en la Ilustración donde autores como Rousseau (“compasión”), Lessing (“compasión”) o Hume (“simpatía”) formulan conceptos que serán el precedente de la moderna empatía. Curiosamente también en esta época surge el concepto de “Yo” como un imperativo del individuo. El autor considera que esta aparición conjunta no es casual sino que ocurre porque ambos son antagonistas. Así pues, el Yo, el egocentrismo, nos hace olvidar lo que tenemos en común con el otro, la percepción de la similitud. Por otra parte, en la medida en que nos priva de comprender al otro se convierte en una amenaza mortal de la literatura. La literatura ha tenido que adaptarse a la nueva situación y ha utilizado el Yo como un mecanismo de bloqueo del exceso de empatía, como un instrumento para canalizar la atención del lector permitiendo el des-conocimiento del otro. Como dice Fritz Breithaupt, el Yo “se convierte también en la protección de no tener que comprender siempre al otro, de no tener que simpatizar siempre con él. El Yo se transforma en el filtro contra el ruido de la compasión” (pag. 84). De esta forma el Yo se instaura como instancia de no similitud.
Los tests de falsa creencia como el de la cajita de Smarties intentan explicar cómo se produce en nuestra mente el conocimiento del otro, es decir, la empatía. En el test se le pregunta a un sujeto qué hay adentro de la caja. El sujeto contesta Smarties y cuando abre la caja encuentra que hay lápices. Se vuelve a cerrar la caja y se le pregunta qué piensa él que responderá a la misma pregunta una tercera persona que no estuvo presente cuando se abrió la caja. Si el sujeto dice “Smarties” se da cuenta del desconocimiento del otro de la información que él posee (empatía). Si dice “lápices” es porque cree que el otro posee la información que él tiene. Este tipo de experimentos o similares se han realizado con niños o primates e investigadores como Michael Tomasello han llegado a la conclusión que “esta capacidad de adentrarse en otras situaciones y, más precisamente, de verse en situaciones, parece ser una capacidad de la más temprana infancia que se adquiere aun antes de la conciencia de los límites entre uno mismo y otros. (…) Antes de que nos percibamos y reconozcamos como distintos de otros, somos uno con ellos, somos alcanzados por las emociones de los otros como en los fenómenos de contagio emocional, observamos lo que observan los otros y reaccionamos a las situaciones de los otros como si fueran nuestras” (pág. 99). Se daría, pues, una especie de “intersujeto” o “hipersujeto” que una vez activado permitiría olvidar momentáneamente la carga individual y esto funcionaría desde la primera infancia.
También resulta significativa la construcción del otro a partir de una secuencia temporal-casual o “construcción de un punto”. Para explicarlo apela al relato del trauma (como en el caso de La señorita de Scudery de Hoffmann) que se narra, a partir de una escena primaria (que suele ser horrible), la sucesión de acontecimientos que nos lleva a la descripción del personaje. En esta construcción la empatía choca con el límite del exceso de predecibilidad y conocimiento previo.
Un caso curioso de relación empática es la que se produce en el “síndrome de Estocolmo” (Survival Identification Síndrome) donde el rehén acaba asumiendo la perspectiva del secuestrador. “El rehén ve el mundo a través de los ojos del secuestrador” (pág. 120). En este caso parece tratarse de una estrategia de supervivencia que fuerza al rehén a abandonar su propia perspectiva por derrumbamiento del “sí-mismo”. Otros consideran el síndrome de Estocolmo como una estrategia racional para trasmitir sentimientos positivos al secuestrador y poder sobrevivir. Sin embargo, dicho fenómeno no se produce siempre, para que ocurra debe darse alguna señal de amabilidad por parte del secuestrador que se interprete como que no es tan malo, lo que se denomina un “pequeño gesto amable” (“small kindness perception”). Por tanto, se da la paradoja de que la negación de sí mismo del rehén busca fortalecerse a sí mismo mediante esa fusión psicótica con el sí mismo del secuestrador.
En términos evolutivos la matriz de la empatía está en el grupo. La “teoría del chisme” de Dunbar considera que en los humanos el lenguaje sustituye al despiojamiento de los primates ya que ofrece mayores ventajas evolutivas. La conversación puede generar efectos de bienestar y comprensión emocional similares al despiojamiento pero nos une a más personas. Además, la teoría de Dunbar cuestionaría la visión del hombre como ser racional en términos evolutivos. El hombre mediante el lenguaje buscaría una mayor calidez social, conseguir pareja o fines vinculados con la sociabilidad. Ahora bien, en la charla la empatía jugaría un papel determinante pues andamos con pies de plomo para no herir al interlocutor. En nuestras conversaciones incluimos la perspectiva del otro y ocultamos o suavizamos nuestra opinión. Con una expresión que nos sonará: no perdemos nuestro punto de vista pero tratamos de ver el mundo a través de los ojos del otro. Por eso las conversaciones cara a cara resultan tan adecuadas para zanjar conflictos pues nos obligan a reconocer la perspectiva del otro. Desde este punto de vista el síndrome de Estocolmo y la teoría del chisme son similares: en ambas se oculta la propia perspectiva, se produce una especie de mimetismo social y ese mecanismo de pérdida del Yo genera un fortalecimiento de la propia posición, se transforma en una identidad social.
Tanto el síndrome de Estocolmo como la teoría del chisme pueden entenderse como un juego a tres. En el síndrome de Estocolmo están los secuestradores, el rehén y la policía. En ese sentido el secuestrador es objeto de empatía por parte del rehén porque él también es una víctima ante el poder policial. El secuestrador sustituye el mundo real por un mundo propio, el mundo del calabozo, donde él es el amo. Pero al mismo tiempo es un pobre diablo pues ese mundo es un mundo sustituto. También en la teoría de Dunbar el otro tiene un papel importante ya que en el chisme se suele perjudicar o beneficiar a un tercero. Solemos atacar al ausente mientras que al que está presente lo tocamos con guantes de seda. Sabemos que en un diálogo, cuando mostramos empatía con nuestro interlocutor el descrédito de un tercero tiene un gran poder de persuasión. En algunos casos el objetivo también puede ser el bien de un tercero. De esta forma la empatía puede ser definida como una forma de tomar partido en una escena a tres donde simpatizo con el otro precisamente porque me decidí por él. Un ejemplo clarificador son las competiciones deportivas donde al tomar partido por uno de los equipos adoptamos una visión sesgada de los méritos deportivos de ambos equipos. Tomar partido puede ser una decisión estratégica basada en el autointerés, por ejemplo, decidirse en el ganador probable de un conflicto; también puede ser una decisión judicativa donde nos decantamos por aquel que tiene razón; o también una decisión autorreflexiva donde la propia observación es la base para tomar partido. Ahora bien, uno suele tomar partido por aquel con el que puede tener empatía. Desde esta perspectiva la justicia puede entenderse como la forma en la que los observadores intentan legitimar la toma de partido de un conflicto.
Para finalizar, el autor se centra en la empatía narrativa y distingue entre personas que narrativizan y las que no. Las personas que procesan sucesos como narraciones seleccionan elementos entre los acontecimientos que viven, los enmarcan y les dan una coherencia. Además “producen activamente” el estado de cosas descrito manipulando la memoria. Sin embargo los sujetos no narrativos reproducen el pasado de forma idéntica, con relaciones causales unívocas y sin consideraciones morales sobre los acontecimientos. Se ha evidenciado una cierta relación entre la conciencia no narrativa y el autismo. Los autistas comprenden las narraciones pero les cuesta reproducirlas y sobre todo fracasan en reconocer los acontecimientos significativos de la narración. La narración se convierte, así, en la forma más natural y exitosa de articular los pensamientos y, por tanto, en el filtro a través del cual percibimos la realidad. Así pues, no se trata tan solo de una capacidad sino de una forma de conciencia humana, raíz de la moral cotidiana, legitimadora de conductas y que otorga significado y valor a los elementos del relato. Incluso se considera que la capacidad de narrar permite seleccionar acciones antes de ejecutarlas. En este sentido comenta Breithaupt: “la capacidad de narrar no sería únicamente un medio de retrospección y vivenciación, sino también un mecanismo de elección que privilegia acciones que corresponden a determinadas representaciones narrativas” (pág. 187). Podríamos decir entonces que actuamos de determinadas maneras para satisfacer patrones narrativos y, en última instancia, para poder relatar nuestras hazañas a nosotros mismos y a los demás.
En el Epílogo se plantea Fritz Breithaupt si la empatía une a la sociedad y vuelve a los individuos moralmente mejores. Algunos autores tratados en el libro como Antonio Damasio, Robin Dunbar y Michael Tomasello dirían que sí. Incluso tenemos el indicio del “psicópata” paradigma de la personalidad malvada y que se caracteriza precisamente por su incapacidad de desarrollar empatía. Sin embargo, si como mantiene nuestro autor, la empatía es el resultado de una toma de partido en una relación a tres las cosas cambian. Desde esta perspectiva la empatía alberga en sí misma la tendencia a la parcialidad. En definitiva, como dice el autor: “vamos aproximándonos unos a otros en la medida en que al mismo tiempo nos enemistamos en nuestro fuero interno. Nos entendemos mutuamente al costo de excluirnos también unos a otros” (pág. 267), o utilizando el ejemplo con el que comienza el libro, nos compadecemos del ratón cuando ya es demasiado tarde.
Xavier Torró Biosca